Prólogo

Varias décadas antes de que el jurista Lemkin, movido por la tragedia horrible de la Shoá, introdujera en el derecho penal internacional la categoría jurídico-penal del genocidio, el Estado turco de aquel entonces perpetró, entre 1915 y 1916, la masacre generalizada del milenario pueblo armenio. Aplicó un plan sistemático de exterminio, eliminando a casi toda la parte de la nación armenia asentada en las provincias originarias de ese pueblo, en la Anatolia Oriental, y en otros numerosos lugares del Imperio Otomano. El número de víctimas (varones, mujeres y niños) superó el millón y medio y el nuevo Estado turco no ha reconocido su responsabilidad por este inmenso desastre ni ofrecido reparaciones.

El marco de esta tragedia lo dio la primera guerra mundial, cuando el Imperio Otomano se alineó con las potencias centrales (Alemania, Austria) debido, fundamentalmente, a que entre las potencias aliadas se encontraba Rusia, enemiga secular de Turquía.

La alianza germano-turca hizo que diplomáticos y militares alemanes tuviesen una presencia acrecentada y un fuerte influjo en los asuntos del gobierno turco. Sin la tolerancia alemana no hubiese sido posible que la gran hecatombe fuese perpetrada. También las potencias aliadas y los Estados Unidos, al igual que ocurrió con la Shoá, no hicieron esfuerzos serios para evitar la consumación del genocidio armenio. En esos momentos terribles, sólo algunas personalidades relevantes, entre ellas, también alemanes, realizaron infructuosas gestiones para detener la masacre.

Tras ella, la nación armenia únicamente sobrevivió en la limitada porción de su asentamiento territorial dominado desde 1828 por el Imperio Ruso, y a través de una extensa diáspora, uno de cuyos centros se halla en la Argentina.

Los armenios, sobre todo sus sectores dirigentes, habían participado en la Revolución de los Jóvenes Turcos que en 1908 derribó el régimen de los sultanes y dio lugar a que se sancionara una constitución moderna e igualitaria. Sin embargo, los nuevos políticos turcos pronto volvieron a tomar el camino de un cerrado nacionalismo, ya corriente en la época de los sultanes, que veía con aprehensión la importancia e influencia de griegos y armenios en la sociedad y en la economía del Imperio Turco.

Igualmente pesaba en el complejo antiarmenio que la parte del pueblo instalada en las provincias de Anatolia Oriental venía aspirando, desde mediados del siglo XIX al reconocimiento de su nacionalidad y autonomía, e inclusive llegar a la independencia. La identidad armenia por otra parte, está muy ligada a la antiquísima Iglesia Armenia (los armenios se convirtieron al Cristianismo en el año 301 de esta era).

Esta situación hizo, como dijimos, que a fines del Siglo XIX, aún bajo el gobierno de los sultanes, comenzara a difundirse entre los medios políticos nacionalistas turcos la idea del exterminio de todos los armenios que habitaban el Imperio, y este pensamiento monstruoso condujo a que, bajo el propio Sultán Abdul Hamid se llevaran a cabo feroces matanzas de armenios (1894-1896). Pero la Joven Turquía puso en pie un sistema de completo exterminio planificado, bajo la dirección estatal, y lo ejecutó de manera implacable e infinitamente cruel. En lo básico, siguiendo las instrucciones del gobierno central, cuyos mayores responsables eran el Ministro del Interior Talaat Pashá y el Ministro de Guerra, Enver Pashá. Estos dos ministros suscribieron la instrucción del 15 de abril de 1915 junto con el Secretario Ejecutivo del Comité Unión y Progreso, Dr. Nazim, que desde tiempo atrás era el ideólogo del exterminio. De conformidad con las instrucciones recibidas, los gobernadores de provincias y funcionarios inferiores organizaron el traslado a pie de la población armenia desde ciudades y aldeas (la mayoría de los armenios eran campesinos, artesanos o pequeños comerciantes, mientras que sólo una reducida minoría se ocupaba del gran comercio y de la vida intelectual y política en los altos niveles).

Pero el traslado era hacia la nada, hacia zonas completamente desérticas. En el camino se practicaba la matanza indiscriminada y la tarea era completada por el hambre y la sed. Los "gendarmes" que acompañaban el traslado habían sido reclutados de la población carcelaria y tenían carta blanca para el saqueo y la violación.

Este cuadro, que superaba todos los horrores ya conocidos en el Oriente, fue ocultado a la opinión pública, y después tergiversado, para disimular tanto la culpa de las potencias centrales como de Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos.

El libro que ahora se reedita, es simplemente la transcripción de las actas de un proceso célebre, ventilado ante los tribunales de Berlín, en 1921, contra Soghomón Tehlirian, por homicidio en la persona del ex Ministro del Interior del Gobierno turco, Talaat Pashá.

Soghomón Tehlirian fue el único miembro de una familia acomodada de la ciudad de Yerzingá, que logró sobrevivir al transporte porque lo dejaron por muerto y luego, el segundo día, recuperó la conciencia, encontrando sobre sí el cadáver de uno de sus hermanos, mientras su hermana menor había sido violada y asesinada y muertos también sus padres. En una constante lucha por la supervivencia consiguió llegar a Persia y de allí pasó a Tiflís (capital de Georgia), donde fue asistido por la Iglesia Armenia y obtuvo trabajo. Cuando el ejército ruso ocupó las viejas provincias armenias del Imperio Otomano, ahora vaciadas de armenios, regresó a Yerzingá, donde en el destruido hogar paterno rescató, del escondrijo que él conocía, los ahorros de la familia. Con ellos llegó a Salónica, desde ahí a Serbia, y desde Serbia a París, pasando después, a través de Ginebra, a Berlín.

Desde su fugaz paso por Yerzingá sufrió de alucinaciones y desvanecimientos y siempre estuvo afectado por la incapacidad de realizar tareas estables y esfuerzos permanentes.

Con todo, tenía el deseo de volver a encaminar su vida y adquirir una formación técnica. Esto lo llevó a Berlín, donde -según lo sostuvo Soghomón en el juicio- encontró a Talaat Pashá. Desde ese momento lo asaltó la visión de su madre asesinada, reclamándole que hiciera justicia (Talaat Pashá se hallaba prófugo porque finalizada la guerra había sido condenado a muerte por una Corte Marcial del Estado Turco como uno de los responsables de la masacre armenia). La lectura de las actas del proceso deja una impresión, difícil de definir, en torno a los motivos de todo el peregrinaje de Soghomón Tehlirian, desde que consiguió salvar su vida. La pistola con la cual ejecutó a Talaat Pashá el 15 de marzo de 1921, la había adquirido en 1919 en Tiflís, cuando, en apariencia, no sabía aún que Talaat Pashá era uno de los principales responsables de la masacre. De esto se enteró en 1920, al encontrarse en Constantinopla y leer en la prensa las noticias sobre la condena a muerte de Enver y Talaat, y otros responsables, por la Corte Marcial. En el proceso declara que no supo que Talaat estaba en Berlín hasta que por casualidad lo encontró, pero en la etapa preliminar parece haber dicho que su traslado a Berlín fue motivado por el interés en los estudios técnicos y porque pensaba que allí se encontraba Talaat. De todos modos, queda por completo en claro que 15 días antes de dar muerte al genocida comenzó a tener la visión de su madre de la que ya hablamos, y se mudó a una habitación ubicada frente a la casa de Talaat Pashá. Como hipótesis, me animo a pensar que la llama que mantuvo en acción a Soghomón Tehlirian en su desolado peregrinaje fue un impulso poco conciente de hacer justicia con los asesinos de su familia y de su pueblo.

Aquí debe guiarnos el pensamiento del padre del moderno Derecho de Gentes, Hugo Grocio, que, en su teoría penal pone como sujeto activo originario de la punición a la víctima, cuya potestad punitiva ejerce el Estado sólo por una suerte de delegación. Pero, para los delitos contra el Derecho Natural y de Gentes, como era indudablemente el caso del genocidio armenio, nace la jurisdicción universal, que exige que cualquier Estado tome la iniciativa de la persecución penal, aunque los hechos hayan ocurrido fuera de su territorio y no perjudiquen a sus súbditos. Estas ideas tienen, hoy día, un amplio reconocimiento, y aparecen aplicadas, casi en estado puro, en los casos seguidos por la Audiencia Nacional Española contra Pinochet y contra responsables argentinos de la masacre de los años 1976/1983. Y tanto los juicios de Nüremberg como el de Eichmann se fundan en los mismos principios. Notablemente, ya en la época en que Soghomón Tehlirian buscaba realizar el acto de justicia elemental que cumplió, el Tratado de Versalles en su art. 227, daba el paso decisivo hacia el reconocimiento internacional de la jurisdicción universal. Este paso ha querido llevarse a su plena realización con el Tratado de Roma que, en nuestros días, concretando aquellos anhelos, estableció la Corte Penal Internacional, pero que no ha sido reconocida por las grandes potencias imperiales (E.E.U.U., Rusia y China).

Cuando transcurre el proceso de Soghomón Tehlirian, el principio de la jurisdicción internacional, como vemos, ya había surgido, pero no se encuentra, en ese ámbito, ninguna repercusión de las ideas nacientes. Al leer las actas, me parece percibir que tanto el Juez Presidente (Lemberg) como los defensores, los testigos y peritos, en su mayoría, y en algún modo el propio fiscal, buscaron cómo salvar a Soghomón de la pena de muerte que legalmente podría corresponderle, guiados por un vago sentimiento que, al fin uno de los defensores, el Dr. Johannes Wertauer, expresó con toda fuerza, de que la muerte de Talaat Pashá era la justa venganza por el pueblo armenio. Si el Juez Lemberg, cuyos sentimientos parece que corrían paralelos a los del defensor, hubiera poseído las nociones que ahora son corrientes, se hubiera encontrado frente al problema de que los tribunales alemanes nada habían hecho para castigar a Talaat Pashá, pero tampoco había existido un grupo de armenios que fuera a reclamar justicia a esos tribunales.

La absolución pronunciada sin vacilaciones por el Jurado se funda en el sentimiento de justicia, pero un sentimiento no articulado. El problema con que nos enfrentamos en el caso de Soghomón Tehlirian consiste en saber si frente a la inoperancia del sistema represivo que debería ser universal, el sujeto originario del derecho a punir, o sea la víctima, puede volver a tomar en sus manos las atribuciones de justicia, y ejecutar por sí la sentencia ya pronunciada por un tribunal del propio Estado del transgresor. Es una cuestión estremecedora que sólo cabe resolver en la comprensión vívida y presente de la víctima-ejecutor. La vivencia del tribunal berlinés fue aprobar la acción de ese ejecutor. Había, entonces, jueces en Berlín.

El proceso alcanzó allí su punto culminante pero, en su transcurso, se suscitaron problemas de actualidad para nosotros. Uno de ellos es la responsabilidad penal por los delitos contra la humanidad perpetrados en forma mediata por el dominio de un aparato estatal de poder. Esta terminología proviene de la doctrina penal más moderna, y ha sido ampliamente usada entre nosotros desde el juicio a los miembros de las tres primeras juntas militares de la dictadura de 1976/1983. Pero, sin utilizar esta elaboración, los jueces y partes del proceso de Berlín no tuvieron ninguna duda acerca de esta manera de autoría, según lo que ya señalamos, y además el fantasma de la “desaparición” aparece en el juicio. Soghomón Telhirian no había visto los cadáveres de toda su familia, pero nunca más había visto a esos allegados faltantes y el Presidente Lemberg, en un momento pregunta "¿de modo que han desaparecido, se han hecho invisibles?", preludiando el exterminio nazi y el exterminio argentino.

Para cerrar estas reflexiones sobre un texto judicial básico para la doctrina del Derecho Penal de Gentes no puedo olvidar que el impacto emocional del genocidio armenio me vino, hace ya años, de la lectura de la novela de Franz Werfel Los cuarenta días de Musa Dagh, aparecida en 1933, en la cual el autor efectúa una correlación entre la condición armenia y la condición judía ¿En el año del ascenso del Nazismo al poder, presagiaba Werfel la Shoá?

Leopoldo Schiffrin
Juez de la Cámara Federal de Apelaciones de La Plata