Epílogo y homenaje

"Tehlirian empuña la pistola para encarar el espíritu de la Justicia frente a la fuerza bruta. Baja a la calle como el representante del Humanismo contra el salvajismo, del Derecho contra la injusticia, de los oprimidos contra el representante cabal de la opresión. Y enfrenta, en nombre de un millón y medio de asesinados, al que con sus camaradas […] tiene la culpa de esos crímenes." Del alegato del Defensor Johannes Wertauer.

Tres jueces han querido decir sus pensamientos alrededor de este proceso, uno en el prólogo para esta edición, otro en el prólogo de la primera (Buenos Aires 1973) y el restante a manera de reflexión final. Tres juristas calificados que miraron las contingencias del juicio como acostumbran hacerlo, contrastando los hechos con el Derecho y discerniendo responsabilidades para decir, finalmente, si el acusado es culpable del hecho que se le atribuye. Valiosas contribuciones para comprender cabalmente lo que ocurría en aquel tribunal alemán el 2 y 3 de junio de 1921. Y también para comprender que el Derecho no es una mera normativa que acomoda mecánicamente las conductas en la cuadrícula de los tipos penales, sino también una creación humana que quiere ordenar el comportamiento social hasta donde le es posible, sólo hasta donde le es posible.

Estas anotaciones tienen el propósito de explicar esa limitación.

Dije alguna vez que el Derecho Civil es la reacción temprana del Estado para ordenar el comportamiento social, y el Derecho Penal es su reacción tardía frente a hechos que lo conmueven. Por eso el Derecho Penal llega después que la conducta dañosa y la sanción sigue al delito. El Derecho Penal puesto ahí, en la norma, es disuasivo, te dice que si matas serás echado a la cárcel; pero si ya has matado ese Derecho entra en acción, es retributivo, te persigue hasta que des con tu osamenta entre las rejas.

Es así cuando la sociedad ha establecido un castigo para el que comete un hecho disvalioso, cuando una norma legal ordena castigar el delito. Pero cuando esa norma no ha sido sancionada todavía, o cuando, como bien lo señala Arnaldo Corazza, la aplicación de la sanción depende de la potencia económica o militar del Estado en cuyo territorio han ocurrido los hechos, entonces el ofendido echa mano al recurso primigenio de la venganza para castigar al culpable.

He aquí el límite del Derecho, entendiendo por límite la línea a partir de la cual la norma jurídica carece de eficacia. He aquí la justificación honda de la venganza como recurso retributivo y también disuasivo.

Las palabras que encabezan estas anotaciones, dichas por uno de los defensores de Soghomón Tehlirian en la segunda jornada del proceso, en cuanto identifican el sentido más hondo de Justicia con la noción originaria del Derecho, resumen todo el debate. Y explican, sin decirlo, por qué los griegos de la antigüedad encarnaron en una misma deidad a la Justicia y la Venganza: Némesis. Es que la mitología –la de los griegos y las otras también- expresa el sentir de los hombres, sus anhelos, sus frustraciones. La mitología es el crisol donde la cultura marida con la esperanza, es la protohistoria escrita con símbolos y con fantasmagorías. Ahí donde la cultura todavía no ha proveído los instrumentos que hacen deseable la vida social, ahí vienen los mitos a colmar la ausencia. Porque los hombres (he aquí un signo de su racionalidad) no toleran el vacío.

En aquellos días de 1921, en las vecindades de Charlotenburgo, Soghomón Tehlirian vino a ocupar el lugar que había dejado vacante el Derecho Internacional y que las potencias vencedoras de la Primera Guerra no habían querido ocupar. Cuando en la primera jornada del proceso el presidente del tribunal le preguntó “por qué tiene la conciencia tranquila”, Tehlirian respondió: “he matado a un hombre pero no soy un asesino”. Él había colmado un vacío.

A propósito de esta edición de la versión taquigráfica del juicio que se siguió contra Tehlirian, quiero reiterar una idea que si bien ha tenido alguna difusión, se ha aplicado en otros ámbitos menos estrictos que el del Derecho Penal, en la política por ejemplo.

Los hombres, cuando se organizan en sociedades más o menos complejas, delegan el ejercicio de algunos de sus derechos en el Estado. El cuidado de la salud pública, la escolarización básica, la seguridad son confiados al Estado, como así también la administración y dispensación de la Justicia. Y en cuanto el Estado asume esa función, el individuo está privado de hacerlo. Los distintos sistemas políticos privilegian unos derechos sobre otros, unos sectores sociales sobre otros, pero nunca pueden incumplir esa tarea, no pueden desertar de su deber porque si lo hacen los individuos recuperarán sus atributos originales para ejercerlos por sí mismos. Incluso el de administrar y dispensar Justicia. En el prólogo de la presente edición, Leopoldo Schiffrin dice que “el padre del moderno Derecho de Gentes, Hugo Grocio, en su teoría penal, pone como sujeto activo originario de la punición a la víctima, cuya potestad punitiva ejerce el Estado sólo por una suerte de delegación”. De ahí la legitimación de Tehlirian para obrar como lo hizo ese 15 de marzo, porque de otro modo habría quedado huérfano de toda vindicta ese hombre ofendido.

Sé que una interpretación ligera de esta doctrina y un uso pródigo de este derecho originario pueden llevar al desbarajuste social y al caos, pueden atentar contra la paz social, bien que debe ser custodiado con celo. Pero ello no autoriza a exigirle al hombre, como miembro de la sociedad, que resigne sus derechos. No. Antes bien, significa que el Estado (y en los tiempos modernos también la Comunidad Internacional) debe cumplir las funciones que validan su existencia para conjurar el riesgo de la disolución social.

En este sentido, Tehlirian fue el tábano que mordió la conciencia social, el amonestador del Derecho Internacional, el hombre que abatió al genocida que había ordenado la deportación, el saqueo, el tormento y la muerte de un millón y medio de armenios.

Por eso estas palabras no quieren ser sólo el epílogo de la versión taquigráfica del proceso. También quieren ser un homenaje al hombre que, como otros en su tiempo, si bien no pudo sanar las heridas de su corazón, le devolvió a su pueblo mártir esa porción de dignidad que se extravía cuando la Justicia se ausenta. Tehlirian obró consciente de la legitimidad de su acción. Su defensor Von Niemeyer dijo: “estoy completamente convencido, y creo que todos ustedes también lo están, que aún aceptando el hecho consumado que pesa sobre él, el acusado mantiene desde el primer momento y en toda circunstancia, firme como una roca, la convicción de la conciencia tranquila. Tehlirian está convencido de haber actuado conforme al Derecho, el verdadero, auténtico Derecho que es lo único valedero para él”.

Este y otros hechos que se perpetraron en el marco de la Operación Némesis y que conmovieron al mundo, en la segunda posguerra alentaron la creación del Tribunal de Nürenberg para juzgar a los criminales de guerra nazis. Este hecho fue un temprano preanuncio de la jurisdicción internacional para el juzgamiento de los crímenes de lesa humanidad y para la aplicación de la pena que los sanciona. De modo que el brazo justiciero de este hombre merece alabanza no sólo por haberle devuelto la dignidad a su pueblo; también porque apresuró la sanción de una legislación penal internacional que, si bien es todavía insuficiente, señala el rumbo de su futura evolución.

Eduardo Dermardirossian