Prólogo

Varias décadas antes de que el jurista Lemkin, movido por la tragedia horrible de la Shoá, introdujera en el derecho penal internacional la categoría jurídico-penal del genocidio, el Estado turco de aquel entonces perpetró, entre 1915 y 1916, la masacre generalizada del milenario pueblo armenio. Aplicó un plan sistemático de exterminio, eliminando a casi toda la parte de la nación armenia asentada en las provincias originarias de ese pueblo, en la Anatolia Oriental, y en otros numerosos lugares del Imperio Otomano. El número de víctimas (varones, mujeres y niños) superó el millón y medio y el nuevo Estado turco no ha reconocido su responsabilidad por este inmenso desastre ni ofrecido reparaciones.

El marco de esta tragedia lo dio la primera guerra mundial, cuando el Imperio Otomano se alineó con las potencias centrales (Alemania, Austria) debido, fundamentalmente, a que entre las potencias aliadas se encontraba Rusia, enemiga secular de Turquía.

La alianza germano-turca hizo que diplomáticos y militares alemanes tuviesen una presencia acrecentada y un fuerte influjo en los asuntos del gobierno turco. Sin la tolerancia alemana no hubiese sido posible que la gran hecatombe fuese perpetrada. También las potencias aliadas y los Estados Unidos, al igual que ocurrió con la Shoá, no hicieron esfuerzos serios para evitar la consumación del genocidio armenio. En esos momentos terribles, sólo algunas personalidades relevantes, entre ellas, también alemanes, realizaron infructuosas gestiones para detener la masacre.

Tras ella, la nación armenia únicamente sobrevivió en la limitada porción de su asentamiento territorial dominado desde 1828 por el Imperio Ruso, y a través de una extensa diáspora, uno de cuyos centros se halla en la Argentina.

Los armenios, sobre todo sus sectores dirigentes, habían participado en la Revolución de los Jóvenes Turcos que en 1908 derribó el régimen de los sultanes y dio lugar a que se sancionara una constitución moderna e igualitaria. Sin embargo, los nuevos políticos turcos pronto volvieron a tomar el camino de un cerrado nacionalismo, ya corriente en la época de los sultanes, que veía con aprehensión la importancia e influencia de griegos y armenios en la sociedad y en la economía del Imperio Turco.

Igualmente pesaba en el complejo antiarmenio que la parte del pueblo instalada en las provincias de Anatolia Oriental venía aspirando, desde mediados del siglo XIX al reconocimiento de su nacionalidad y autonomía, e inclusive llegar a la independencia. La identidad armenia por otra parte, está muy ligada a la antiquísima Iglesia Armenia (los armenios se convirtieron al Cristianismo en el año 301 de esta era).

Esta situación hizo, como dijimos, que a fines del Siglo XIX, aún bajo el gobierno de los sultanes, comenzara a difundirse entre los medios políticos nacionalistas turcos la idea del exterminio de todos los armenios que habitaban el Imperio, y este pensamiento monstruoso condujo a que, bajo el propio Sultán Abdul Hamid se llevaran a cabo feroces matanzas de armenios (1894-1896). Pero la Joven Turquía puso en pie un sistema de completo exterminio planificado, bajo la dirección estatal, y lo ejecutó de manera implacable e infinitamente cruel. En lo básico, siguiendo las instrucciones del gobierno central, cuyos mayores responsables eran el Ministro del Interior Talaat Pashá y el Ministro de Guerra, Enver Pashá. Estos dos ministros suscribieron la instrucción del 15 de abril de 1915 junto con el Secretario Ejecutivo del Comité Unión y Progreso, Dr. Nazim, que desde tiempo atrás era el ideólogo del exterminio. De conformidad con las instrucciones recibidas, los gobernadores de provincias y funcionarios inferiores organizaron el traslado a pie de la población armenia desde ciudades y aldeas (la mayoría de los armenios eran campesinos, artesanos o pequeños comerciantes, mientras que sólo una reducida minoría se ocupaba del gran comercio y de la vida intelectual y política en los altos niveles).

Pero el traslado era hacia la nada, hacia zonas completamente desérticas. En el camino se practicaba la matanza indiscriminada y la tarea era completada por el hambre y la sed. Los "gendarmes" que acompañaban el traslado habían sido reclutados de la población carcelaria y tenían carta blanca para el saqueo y la violación.

Este cuadro, que superaba todos los horrores ya conocidos en el Oriente, fue ocultado a la opinión pública, y después tergiversado, para disimular tanto la culpa de las potencias centrales como de Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos.

El libro que ahora se reedita, es simplemente la transcripción de las actas de un proceso célebre, ventilado ante los tribunales de Berlín, en 1921, contra Soghomón Tehlirian, por homicidio en la persona del ex Ministro del Interior del Gobierno turco, Talaat Pashá.

Soghomón Tehlirian fue el único miembro de una familia acomodada de la ciudad de Yerzingá, que logró sobrevivir al transporte porque lo dejaron por muerto y luego, el segundo día, recuperó la conciencia, encontrando sobre sí el cadáver de uno de sus hermanos, mientras su hermana menor había sido violada y asesinada y muertos también sus padres. En una constante lucha por la supervivencia consiguió llegar a Persia y de allí pasó a Tiflís (capital de Georgia), donde fue asistido por la Iglesia Armenia y obtuvo trabajo. Cuando el ejército ruso ocupó las viejas provincias armenias del Imperio Otomano, ahora vaciadas de armenios, regresó a Yerzingá, donde en el destruido hogar paterno rescató, del escondrijo que él conocía, los ahorros de la familia. Con ellos llegó a Salónica, desde ahí a Serbia, y desde Serbia a París, pasando después, a través de Ginebra, a Berlín.

Desde su fugaz paso por Yerzingá sufrió de alucinaciones y desvanecimientos y siempre estuvo afectado por la incapacidad de realizar tareas estables y esfuerzos permanentes.

Con todo, tenía el deseo de volver a encaminar su vida y adquirir una formación técnica. Esto lo llevó a Berlín, donde -según lo sostuvo Soghomón en el juicio- encontró a Talaat Pashá. Desde ese momento lo asaltó la visión de su madre asesinada, reclamándole que hiciera justicia (Talaat Pashá se hallaba prófugo porque finalizada la guerra había sido condenado a muerte por una Corte Marcial del Estado Turco como uno de los responsables de la masacre armenia). La lectura de las actas del proceso deja una impresión, difícil de definir, en torno a los motivos de todo el peregrinaje de Soghomón Tehlirian, desde que consiguió salvar su vida. La pistola con la cual ejecutó a Talaat Pashá el 15 de marzo de 1921, la había adquirido en 1919 en Tiflís, cuando, en apariencia, no sabía aún que Talaat Pashá era uno de los principales responsables de la masacre. De esto se enteró en 1920, al encontrarse en Constantinopla y leer en la prensa las noticias sobre la condena a muerte de Enver y Talaat, y otros responsables, por la Corte Marcial. En el proceso declara que no supo que Talaat estaba en Berlín hasta que por casualidad lo encontró, pero en la etapa preliminar parece haber dicho que su traslado a Berlín fue motivado por el interés en los estudios técnicos y porque pensaba que allí se encontraba Talaat. De todos modos, queda por completo en claro que 15 días antes de dar muerte al genocida comenzó a tener la visión de su madre de la que ya hablamos, y se mudó a una habitación ubicada frente a la casa de Talaat Pashá. Como hipótesis, me animo a pensar que la llama que mantuvo en acción a Soghomón Tehlirian en su desolado peregrinaje fue un impulso poco conciente de hacer justicia con los asesinos de su familia y de su pueblo.

Aquí debe guiarnos el pensamiento del padre del moderno Derecho de Gentes, Hugo Grocio, que, en su teoría penal pone como sujeto activo originario de la punición a la víctima, cuya potestad punitiva ejerce el Estado sólo por una suerte de delegación. Pero, para los delitos contra el Derecho Natural y de Gentes, como era indudablemente el caso del genocidio armenio, nace la jurisdicción universal, que exige que cualquier Estado tome la iniciativa de la persecución penal, aunque los hechos hayan ocurrido fuera de su territorio y no perjudiquen a sus súbditos. Estas ideas tienen, hoy día, un amplio reconocimiento, y aparecen aplicadas, casi en estado puro, en los casos seguidos por la Audiencia Nacional Española contra Pinochet y contra responsables argentinos de la masacre de los años 1976/1983. Y tanto los juicios de Nüremberg como el de Eichmann se fundan en los mismos principios. Notablemente, ya en la época en que Soghomón Tehlirian buscaba realizar el acto de justicia elemental que cumplió, el Tratado de Versalles en su art. 227, daba el paso decisivo hacia el reconocimiento internacional de la jurisdicción universal. Este paso ha querido llevarse a su plena realización con el Tratado de Roma que, en nuestros días, concretando aquellos anhelos, estableció la Corte Penal Internacional, pero que no ha sido reconocida por las grandes potencias imperiales (E.E.U.U., Rusia y China).

Cuando transcurre el proceso de Soghomón Tehlirian, el principio de la jurisdicción internacional, como vemos, ya había surgido, pero no se encuentra, en ese ámbito, ninguna repercusión de las ideas nacientes. Al leer las actas, me parece percibir que tanto el Juez Presidente (Lemberg) como los defensores, los testigos y peritos, en su mayoría, y en algún modo el propio fiscal, buscaron cómo salvar a Soghomón de la pena de muerte que legalmente podría corresponderle, guiados por un vago sentimiento que, al fin uno de los defensores, el Dr. Johannes Wertauer, expresó con toda fuerza, de que la muerte de Talaat Pashá era la justa venganza por el pueblo armenio. Si el Juez Lemberg, cuyos sentimientos parece que corrían paralelos a los del defensor, hubiera poseído las nociones que ahora son corrientes, se hubiera encontrado frente al problema de que los tribunales alemanes nada habían hecho para castigar a Talaat Pashá, pero tampoco había existido un grupo de armenios que fuera a reclamar justicia a esos tribunales.

La absolución pronunciada sin vacilaciones por el Jurado se funda en el sentimiento de justicia, pero un sentimiento no articulado. El problema con que nos enfrentamos en el caso de Soghomón Tehlirian consiste en saber si frente a la inoperancia del sistema represivo que debería ser universal, el sujeto originario del derecho a punir, o sea la víctima, puede volver a tomar en sus manos las atribuciones de justicia, y ejecutar por sí la sentencia ya pronunciada por un tribunal del propio Estado del transgresor. Es una cuestión estremecedora que sólo cabe resolver en la comprensión vívida y presente de la víctima-ejecutor. La vivencia del tribunal berlinés fue aprobar la acción de ese ejecutor. Había, entonces, jueces en Berlín.

El proceso alcanzó allí su punto culminante pero, en su transcurso, se suscitaron problemas de actualidad para nosotros. Uno de ellos es la responsabilidad penal por los delitos contra la humanidad perpetrados en forma mediata por el dominio de un aparato estatal de poder. Esta terminología proviene de la doctrina penal más moderna, y ha sido ampliamente usada entre nosotros desde el juicio a los miembros de las tres primeras juntas militares de la dictadura de 1976/1983. Pero, sin utilizar esta elaboración, los jueces y partes del proceso de Berlín no tuvieron ninguna duda acerca de esta manera de autoría, según lo que ya señalamos, y además el fantasma de la “desaparición” aparece en el juicio. Soghomón Telhirian no había visto los cadáveres de toda su familia, pero nunca más había visto a esos allegados faltantes y el Presidente Lemberg, en un momento pregunta "¿de modo que han desaparecido, se han hecho invisibles?", preludiando el exterminio nazi y el exterminio argentino.

Para cerrar estas reflexiones sobre un texto judicial básico para la doctrina del Derecho Penal de Gentes no puedo olvidar que el impacto emocional del genocidio armenio me vino, hace ya años, de la lectura de la novela de Franz Werfel Los cuarenta días de Musa Dagh, aparecida en 1933, en la cual el autor efectúa una correlación entre la condición armenia y la condición judía ¿En el año del ascenso del Nazismo al poder, presagiaba Werfel la Shoá?

Leopoldo Schiffrin
Juez de la Cámara Federal de Apelaciones de La Plata

Breve reflexión sobre el delito de genocidio

El hombre es un misterio, un misterio que es necesario esclarecer. Si pasas toda la vida tratando de esclarecerlo, no digas que has perdido el tiempo; yo estudio este misterio porque quiero ser hombre. Fiodor Dostoievski, 18 de agosto de 1839.

Rafael Lemkin (1900-1959) creó la palabra "genocidio" combinando “geno”, término griego que significa raza o tribu, con “cidio” del latín que significa matar. Al proponer este nuevo término, Lemkin se refería a "un plan coordinado compuesto por diferentes acciones que apuntan a la destrucción de los fundamentos esenciales de la vida de grupos nacionales, con el objetivo de aniquilar dichos grupos”.

La Convención para la prevención y sanción del genocidio, aprobada por la III Asamblea General de las Naciones Unidas el 9 de diciembre de 1948, nace como consecuencia del conocimiento de los asesinatos masivos y los planes de exterminio ocurridos durante la Segunda Guerra Mundial y cometidos por el Régimen Nazi de Alemania y sus aliados. Fue puesta en vigencia el 12 de enero de 1951 y ratificada por la mayoría de los países, entre ellos la Republica Argentina, mediante decreto ley 6286/56 del 9 de abril de 1956. La Convención tipifica este delito mediante una serie de actos enumerados realizados con la intención de destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal. En los trabajos preliminares de la Convención aparecía incluido el genocidio de grupos políticos, que finalmente no quedó plasmado en la Convención definitiva.

El exterminio por parte de Turquía, entre los años 1915 y 1923, de 1.500.000 armenios, muy anterior a la sanción de la Convención, fue ignorado por razones políticas durante muchísimos años por la Comunidad Internacional. Recién en el año 2001 el Parlamento Francés reconoció la existencia del genocidio armenio, y en el año 2006, por ley 26.199, fue reconocido por Argentina.

El exterminio masivo de personas, encuadre o no en la no muy precisa figura de la Convención, existe desde tiempos remotos en la humanidad y sigue existiendo en la actualidad. Su reconocimiento y juzgamiento por la Comunidad Internacional depende de diversos factores, entre los que se confunden el político, los sistemas de alianzas, el rango que ocupa en el concierto internacional la nación acusada de cometerlo, entre otros.

Han existido avances importantes en el juzgamiento internacional de tales aberrantes actos, pero en modo alguno son suficientes. Es impensable en el mundo actual el juzgamiento de autoridades de una gran potencia por estos delitos. Los mismos aberrantes actos tendrán una percepción distinta en la Comunidad Internacional según sea el poderío del país en cuyo territorio se cometan.

El juicio en la Alemania de 1921 del estudiante armenio Soghomón Tehlirian por haber dado muerte al ex Gran Visir turco Taleat Pashá, uno de los responsables del genocidio armenio, nunca debió haber ocurrido. Tampoco debió haber ocurrido el hecho que lo motivó. La comunidad internacional debió haber reconocido el genocidio armenio oportunamente, y juzgado a los responsables de ese delito de lesa humanidad antes del accionar de Soghomón Tehlirian.

Soy pesimista en suponer que la transmisión de la experiencia, el ejercicio permanente de la memoria de esos actos, pueda detener o evitar un genocidio. El exterminio de comunidades enteras en Ruanda, Guatemala, los Balcanes, Sudan o Camboya no fue impedido por la memoria del genocidio armenio o judío. No estoy afirmando que haya que someter al olvido tales aberrantes hechos. Por el contrario hay que recordarlos en forma permanente, pero el ejercicio de la memoria colectiva no es suficiente. Además este drama de la humanidad requiere para evitarlo medidas concretas, una posición más activa de la Comunidad Internacional para impedir que ocurra un nuevo genocidio, y no sólo recordarlo después de los hechos y juzgar a sus responsables. La matanza y exterminio de personas es un acto de hombres que conviven a diario con nosotros, con creencias religiosas, familia y actividades en el marco social. En determinadas circunstancias sociales, en los ámbitos del poder se generan grupos de personas que planifican meticulosamente su accionar en pos de exterminar al “otro”. No son actos motivados por un inconsciente colectivo, sino concientes, deliberados en aras de presuntos ideales de beneficio social. Imaginar siquiera que no ocurrirá un nuevo genocidio es sólo una fantasía de nuestra imaginación. Es mas, les quiero advertir que en algún lugar del mundo está ocurriendo.

Arnaldo H. Corazza
Juez Federal

Epílogo y homenaje

"Tehlirian empuña la pistola para encarar el espíritu de la Justicia frente a la fuerza bruta. Baja a la calle como el representante del Humanismo contra el salvajismo, del Derecho contra la injusticia, de los oprimidos contra el representante cabal de la opresión. Y enfrenta, en nombre de un millón y medio de asesinados, al que con sus camaradas […] tiene la culpa de esos crímenes." Del alegato del Defensor Johannes Wertauer.

Tres jueces han querido decir sus pensamientos alrededor de este proceso, uno en el prólogo para esta edición, otro en el prólogo de la primera (Buenos Aires 1973) y el restante a manera de reflexión final. Tres juristas calificados que miraron las contingencias del juicio como acostumbran hacerlo, contrastando los hechos con el Derecho y discerniendo responsabilidades para decir, finalmente, si el acusado es culpable del hecho que se le atribuye. Valiosas contribuciones para comprender cabalmente lo que ocurría en aquel tribunal alemán el 2 y 3 de junio de 1921. Y también para comprender que el Derecho no es una mera normativa que acomoda mecánicamente las conductas en la cuadrícula de los tipos penales, sino también una creación humana que quiere ordenar el comportamiento social hasta donde le es posible, sólo hasta donde le es posible.

Estas anotaciones tienen el propósito de explicar esa limitación.

Dije alguna vez que el Derecho Civil es la reacción temprana del Estado para ordenar el comportamiento social, y el Derecho Penal es su reacción tardía frente a hechos que lo conmueven. Por eso el Derecho Penal llega después que la conducta dañosa y la sanción sigue al delito. El Derecho Penal puesto ahí, en la norma, es disuasivo, te dice que si matas serás echado a la cárcel; pero si ya has matado ese Derecho entra en acción, es retributivo, te persigue hasta que des con tu osamenta entre las rejas.

Es así cuando la sociedad ha establecido un castigo para el que comete un hecho disvalioso, cuando una norma legal ordena castigar el delito. Pero cuando esa norma no ha sido sancionada todavía, o cuando, como bien lo señala Arnaldo Corazza, la aplicación de la sanción depende de la potencia económica o militar del Estado en cuyo territorio han ocurrido los hechos, entonces el ofendido echa mano al recurso primigenio de la venganza para castigar al culpable.

He aquí el límite del Derecho, entendiendo por límite la línea a partir de la cual la norma jurídica carece de eficacia. He aquí la justificación honda de la venganza como recurso retributivo y también disuasivo.

Las palabras que encabezan estas anotaciones, dichas por uno de los defensores de Soghomón Tehlirian en la segunda jornada del proceso, en cuanto identifican el sentido más hondo de Justicia con la noción originaria del Derecho, resumen todo el debate. Y explican, sin decirlo, por qué los griegos de la antigüedad encarnaron en una misma deidad a la Justicia y la Venganza: Némesis. Es que la mitología –la de los griegos y las otras también- expresa el sentir de los hombres, sus anhelos, sus frustraciones. La mitología es el crisol donde la cultura marida con la esperanza, es la protohistoria escrita con símbolos y con fantasmagorías. Ahí donde la cultura todavía no ha proveído los instrumentos que hacen deseable la vida social, ahí vienen los mitos a colmar la ausencia. Porque los hombres (he aquí un signo de su racionalidad) no toleran el vacío.

En aquellos días de 1921, en las vecindades de Charlotenburgo, Soghomón Tehlirian vino a ocupar el lugar que había dejado vacante el Derecho Internacional y que las potencias vencedoras de la Primera Guerra no habían querido ocupar. Cuando en la primera jornada del proceso el presidente del tribunal le preguntó “por qué tiene la conciencia tranquila”, Tehlirian respondió: “he matado a un hombre pero no soy un asesino”. Él había colmado un vacío.

A propósito de esta edición de la versión taquigráfica del juicio que se siguió contra Tehlirian, quiero reiterar una idea que si bien ha tenido alguna difusión, se ha aplicado en otros ámbitos menos estrictos que el del Derecho Penal, en la política por ejemplo.

Los hombres, cuando se organizan en sociedades más o menos complejas, delegan el ejercicio de algunos de sus derechos en el Estado. El cuidado de la salud pública, la escolarización básica, la seguridad son confiados al Estado, como así también la administración y dispensación de la Justicia. Y en cuanto el Estado asume esa función, el individuo está privado de hacerlo. Los distintos sistemas políticos privilegian unos derechos sobre otros, unos sectores sociales sobre otros, pero nunca pueden incumplir esa tarea, no pueden desertar de su deber porque si lo hacen los individuos recuperarán sus atributos originales para ejercerlos por sí mismos. Incluso el de administrar y dispensar Justicia. En el prólogo de la presente edición, Leopoldo Schiffrin dice que “el padre del moderno Derecho de Gentes, Hugo Grocio, en su teoría penal, pone como sujeto activo originario de la punición a la víctima, cuya potestad punitiva ejerce el Estado sólo por una suerte de delegación”. De ahí la legitimación de Tehlirian para obrar como lo hizo ese 15 de marzo, porque de otro modo habría quedado huérfano de toda vindicta ese hombre ofendido.

Sé que una interpretación ligera de esta doctrina y un uso pródigo de este derecho originario pueden llevar al desbarajuste social y al caos, pueden atentar contra la paz social, bien que debe ser custodiado con celo. Pero ello no autoriza a exigirle al hombre, como miembro de la sociedad, que resigne sus derechos. No. Antes bien, significa que el Estado (y en los tiempos modernos también la Comunidad Internacional) debe cumplir las funciones que validan su existencia para conjurar el riesgo de la disolución social.

En este sentido, Tehlirian fue el tábano que mordió la conciencia social, el amonestador del Derecho Internacional, el hombre que abatió al genocida que había ordenado la deportación, el saqueo, el tormento y la muerte de un millón y medio de armenios.

Por eso estas palabras no quieren ser sólo el epílogo de la versión taquigráfica del proceso. También quieren ser un homenaje al hombre que, como otros en su tiempo, si bien no pudo sanar las heridas de su corazón, le devolvió a su pueblo mártir esa porción de dignidad que se extravía cuando la Justicia se ausenta. Tehlirian obró consciente de la legitimidad de su acción. Su defensor Von Niemeyer dijo: “estoy completamente convencido, y creo que todos ustedes también lo están, que aún aceptando el hecho consumado que pesa sobre él, el acusado mantiene desde el primer momento y en toda circunstancia, firme como una roca, la convicción de la conciencia tranquila. Tehlirian está convencido de haber actuado conforme al Derecho, el verdadero, auténtico Derecho que es lo único valedero para él”.

Este y otros hechos que se perpetraron en el marco de la Operación Némesis y que conmovieron al mundo, en la segunda posguerra alentaron la creación del Tribunal de Nürenberg para juzgar a los criminales de guerra nazis. Este hecho fue un temprano preanuncio de la jurisdicción internacional para el juzgamiento de los crímenes de lesa humanidad y para la aplicación de la pena que los sanciona. De modo que el brazo justiciero de este hombre merece alabanza no sólo por haberle devuelto la dignidad a su pueblo; también porque apresuró la sanción de una legislación penal internacional que, si bien es todavía insuficiente, señala el rumbo de su futura evolución.

Eduardo Dermardirossian

Composición del Tribunal y Fiscal

Presidente
DR. LEMBERG

Jueces
DR. PATHE
DR. LAKS

Secretario
DR. WARMBURG

Fiscal
DR. KOLNIK

Jurados

WILHELM GRAU
Albañil, Nauen


RUDOLF GROSSER
Comerciante, Bernau

KURT BARTEL
Óptico, Berlín

ADOLF KUHNE
Rentista, Berlín

OTTO EWALD
Propietario, Charlotenburgo

OTTO WAGNER
Tapicero, Charlotenburgo

OTTO BINDE
Herrero, Schönerlite

OTTO REINEKE
Ejecutivo, Dekel

EUGEN DE BRIES
Pintor, Wilmerstorf

ALBERT BELLING
Farmacéutico, Charlotenburgo

HERMAN KOLKE
Herrero, Charlotenburgo

ROBERT HEISE
Industrial Charlotenburgo



Suplentes

JULIUS FURH
Propietario, Charlotenburgo

AUGUST BLISENER
Carnicero, Dekel

Defensores

DR. ADOLF VON GORDON
Berlín

DR. JOHANNES WERTAUER
Berlín

DR. NIEMEYER
Profesor de la Universidad de Kiel

Peritos


DR. THIELE
Médico, ayudante regional, Berlín, Friedenau

DR. SCHMULINSKI
Médico, consejero de sanidad, Charlotenburgo

DR. SCHLOSS
Médico de turno

DR. ROBERT STÔRMER
Médico forense, Berlín

DR. HUGO LIPMANN,
Profesor honorario de la Universidad de Berlín,
psicólogo, consultor médico, Berlín

DR. RICHARD KASSIRER
Médico especialista en enfermedades nerviosas,
Profesor de la Universidad de Berlín

DR. EDMUND VORSTER
Médico de la clínica universitaria de enfermedades nerviosas del
Hospital de la Piedad, docente, psicólogo

DR. BRUNO HAAGE
Médico psicólogo, Berlín

ING. BARELLA
Perito en armas y balística del Arsenal Real de Berlín

DR. PIL P. PFEPFER
Traductor de francés, Berlín, Friedenau